Esquilo
“Prometeo hasta el cuello” es la reescritura que hizo Juan José Santillán de la obra de Esquilo. Una obra dirigida y puesta en escena por Diego Starosta, estrenada en el Konex en el 2008, con un elenco integrado por el grupo “Muererío Teatro”.
“Prometeo encadenado” es el punto de partida para atreverse a contar una historia que muy pocos se animan todavía a relatar y muchos menos a discutir. Prometeo será recordado para poner el dedo en la llaga, para pensar el problema de la “traición” en la Argentina de los ‘70, al interior de las organizaciones armadas, pero también para pensar una temporalidad desquiciada con la que tuvo que medirse una generación entera.
Las historias que cuenta Santillán son historias perforadas con frases hechas. Todos los actores cargan palabras pesadas que no comprenden, o comprendiéndolas desconocen las consecuencias, o sabiéndolas también, se creen invulnerables y siguen adelante, para darse la cabeza contra la pared, y no solamente la cabeza y no solamente sus cabezas.
Actores que hablan un relato que saben de memoria, que inspira piedad –no lo vamos a negar- porque son hombres que no saben y juegan a saberlo todo. Algunos llaman a eso estupidez. Lenin lo llamaba “izquierdismo” y parece que fue una suerte de “patología” muy difundida también en la Argentina de aquellos años. Confundir el propio deseo con la realidad, la actitud político-ideológica con las circunstancias objetivas, o como decía Walsh: querer imponer nuestros esquemas a la realidad puede costar demasiado caro. Un paso más y la verdad se transforma en error. No basta la verdad para convencer a los otros y mucho menos para vencer al enemigo.
Los relatos a través de los cuales son hablados están dislocados por una historia que se les escapaba de las manos. Los actores juegan un papel ensayado varias veces; una derrota practicada por las generaciones pasadas y que oprimen como en el limbo, el cerebro de los vivos. La historia no iba a fallar, los iba a pasar por arriba.
Todos juegan a improvisar una historia que estaba escrita en el aire, que se respiraba en el ambiente y en la estupidez de muchos –tal vez demasiados- dirigentes setentistas. Algunos la llamaron “la voluntad”, sin advertir que la Historia estaba del otro lado practicando puntería. Walsh lo vio clarito en su momento, y se los dijo de frente: Hay un déficit de historicidad que, sumado al militarismo y al ideologismo, nos convertirá en otra patrulla perdida. Hay que resistir junto al pueblo, sin delirios de grandeza y pensando en largos plazos. A Walsh no se le escapaba que sus palabras estaban llegando demasiado tarde para organizar el repliegue. Muchos creyeron que estaban cargados, que iban a ligar en la próxima mano, se les escaparon todas las señas del otro, no quisieron ver el ancho de espada, estaban cebados, lanzados hacia delante, era demasiado tarde.
Para León Rozitchner, las organizaciones armadas –y no sólo las organizaciones armadas-, pensaron a la violencia en términos simbólicos, como una metáfora. Eso no es un problema, se trataba de abrir un espacio público clausurado, mantener viva una chispa pueblo adentro. El problema es que muchos se la terminaron creyendo, perdiendo de vista que las fuerzas militares no iba a hacer literatura: la violencia sería real, cribaría los cuerpos, rompería los lazos. No iba a fallar. El déficit no era histórico, también teórico y metodológico.
La historia se estaba repitiendo, fatalmente, otra vez. No hay azar en la tragedia, hay un destino desquiciando la historia que se había desautorizado cuando la política comenzó a organizarse en torno a los fetiches. Si el destino subordinaba la historia, la historia hacía lo suyo con las voluntades en juego.
Pero la estupidez no tiene límites, sobre todo en pleno desbande. Cuando la derrota cunde, los actores, en plena confusión, iban a empezar a apuntarse unos a otros. Todos empiezan a cargar con las sospechas de la traición. Todos empiezan a mirarse de reojo. No hay lealtad en la derrota. No hay repliegue cuando la derrota está escrita en el aire. Ya lo dijo Fanon también: cuando no sabés quién te aporrea, tendemos a golpear al que tenemos al lado.
Cuando eso sucede, cuando el agua llega hasta el cuello, se convierten en los verdugos de sus compañeros. Cuando la historia los pasa por arriba, queda la evocación retórica, se aferran a un temperamento que vuelve balbuceo el discurso que se empecinan en repetir sin advertirlo desfondado, sin querer ver que empiezan a tocar fondo, a hundirse a medida que el agua sube.
Porque el agua no para de caer y se va filtrando por todas las grietas; los empapa y todos empiezan a chapucear en la madriguera, esa fortaleza que se transforma en su propia trampa. La voz se deforma con el agua que corre por el cuerpo. Pero ellos insisten con la compostura de los cuerpos, que es la impostura de un discurso que repiten en coro, que se empieza a hacer añicos, que cae por su propio peso.
No hay lugar para la duda, mucho menos cuando la derrota es evidente y hay que disimular los errores propios y las mezquindades. Cada uno se aferra a sus frases favoritas, a las palabras sabidas de memoria, que aprendieron de una vez y para siempre. Los mitos pierden su carga maldita, se vuelven fetiches que pueden continuar identificando pero ya no movilizarán a nadie, al menos en esas condiciones. Nadie come vidrio. Al menos el pueblo, que se repliega a terreno malo, pero conocido. Pero los cuadros siguen aferrados a los espejitos de colores, y las imágenes que les devuelven esos cristales que ahora se estrellan contra el piso, son difíciles de ensamblar. Cada uno de ellos vera una parte y nadie podrá o querrá ver el todo. Todavía, más de treinta años después, sigue siendo un rompecabezas difícil de ensamblar
La Argentina reducida a una caja de zapatos, la Argentina encajada, explorando los microclimas en los que solemos convertirnos. Y después la traición, que es una forma de nombrar a la mezquindad, el miedo, el sectarismo, la obsecuencia, los malentendidos, la incapacidad de la critica y la impugnación de la autocrítica, rasgos de una militancia que fueron apagando ese fueguito que caracterizó alguna vez a Prometeo, oscureciendo y poniendo en tela de juicio la racionalidad de la vanguardia iluminada. “Prometeo hasta el cuello”, chapoteando en el agua, encadenado a una habitación, rigurosamente vigilado por sus propios compañeros.
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